NOTICIAS

Baja de las retenciones: ¿alivio fiscal o parche?

El Gobierno dispuso una reducción parcial a los derechos de exportación para carne, maíz, sorgo, girasol, soja y derivados de la soja. En el caso de la carne y el girasol, la reducción fue del 25%, mientras que para maíz, sorgo y soja y derivados es del 20%. El anuncio incluyó el compromiso de no retrotraer la medida y profundizarla, hasta la eliminación total, cuando haya espacio fiscal.

Los derechos de exportación son impuestos muy distorsivos. Penalizan la producción, desalientan la inversión y las exportaciones. Sin embargo, cumplen un rol central en la estructura fiscal nacional: son simples de recaudar, relativamente más difíciles de evadir, y aportan ingresos en forma inmediata y previsible.

Esa dualidad explica por qué, aunque hay consenso en que deberían eliminarse a mediano plazo, en lo que va del siglo ningún gobierno ha logrado reemplazarlos de forma sostenida. En el contexto actual, con las cuentas públicas aún en proceso de ordenamiento, la deseable eliminación de los derechos de exportación parece incompatible con el equilibrio fiscal.

¿Dónde está el origen del problema?

A comienzos de siglo, Argentina producía una cantidad de granos comparable con la de Brasil; hoy, su producción es menos de la mitad. Una de las principales razones es que Brasil, al igual que la mayoría de los países, no aplica impuestos a sus exportaciones agropecuarias. Sin embargo, el problema no se limita a las retenciones: el Estado argentino también impone otros tributos que erosionan la competitividad del sector.

El verdadero fondo del problema es el sistema tributario en su conjunto. No sólo impone una presión fiscal relativamente alta, sino que lo hace a través de impuestos mal diseñados. Se apoya en tributos obsoletos y distorsivos, que imponen fuertes desincentivos y una carga administrativa excesiva sobre el sector privado.

Ilustración Eric Zampieri.

Según el Ministerio de Economía, la presión tributaria total en Argentina alcanza alrededor del 28% del producto interno bruto (PIB). De esta cifra, los impuestos más dañinos para la competitividad representan aproximadamente el 7,4% del PIB. Esto incluye los derechos de exportación, el impuesto al cheque, el impuesto sobre los ingresos brutos y las tasas municipales. En conjunto, estos tributos afectan gravemente la competitividad de las empresas. En este contexto, la reducción parcial de las retenciones representa un 0,2% del PIB y, sin embargo, ofrece un alivio mínimo al sector.

Lo más paradójico es que la reducción de las retenciones implica un esfuerzo fiscal considerable para el Estado, ya que representa dos tercios del superávit financiero, pero un alivio limitado para el sector agroexportador.

¿La solución?

El Gobierno asegura que eliminará los impuestos más distorsivos cuando cuente con margen fiscal, pero el “gradualismo tributario” dibuja un trayecto excesivamente prolongado: primero, habría que achicar el gasto público y solo entonces liberar alivios para los sectores productivos.

Sin embargo, una estrategia fiscal integral permitiría suprimir esos gravámenes sin poner en jaque el equilibrio de las cuentas, ajustando los tiempos a las urgencias de la producción. El secreto está en suplantar los impuestos “malos” por otros “buenos”: al mejorar la estructura tributaria, se fomenta la actividad económica, se desincentiva la evasión y se aseguran recursos para sostener el gasto público. No hace falta esperar a que se reduzca el gasto para avanzar hacia un sistema más eficiente.

Con este enfoque, sería posible acelerar la eliminación de los tributos más nocivos sin desbalancear el presupuesto. Por ejemplo, reducir derechos de exportación suele irrigar de manera positiva la recaudación de Ganancias, IVA, Ingresos Brutos, Sellos y tasas municipales. Ese efecto compensador amortigua la merma de ingresos nacionales y fortalece las finanzas provinciales y municipales mediante mayor coparticipación y recaudación propia.

Para aprovecharlo al máximo, conviene acordar de antemano que esos recursos adicionales se destinaran a bajar los impuestos locales que hoy encarecen la competitividad. La agroindustria no sólo sufre por las retenciones, sino también por los sobrecostos en insumos que genera Ingresos Brutos, Sellos y tasas municipales, contaminando toda la cadena de valor.

En este marco de ordenamiento fiscal integral, avanzar en la implementación de un impuesto unificado y transparente –el llamado “Súper-IVA”– resulta inevitable. Este gravamen sustituiría a Ingresos Brutos y a tasas municipales sobre ventas, simplificando el sistema, abaratando costos, fortaleciendo el control fiscal y reduciendo la evasión. Al formar parte de un paquete global de reformas, el Súper-IVA no sería un parche aislado, sino el eje de un nuevo andamiaje tributario que asegure competitividad, equidad y sostenibilidad de las finanzas públicas.

(*) Economista, coordinadora de Idesa

​El Gobierno dispuso una reducción parcial a los derechos de exportación para carne, maíz, sorgo, girasol, soja y derivados de la soja. En el caso de la carne y el girasol, la reducción fue del 25%, mientras que para maíz, sorgo y soja y derivados es del 20%. El anuncio incluyó el compromiso de no retrotraer la medida y profundizarla, hasta la eliminación total, cuando haya espacio fiscal.Los derechos de exportación son impuestos muy distorsivos. Penalizan la producción, desalientan la inversión y las exportaciones. Sin embargo, cumplen un rol central en la estructura fiscal nacional: son simples de recaudar, relativamente más difíciles de evadir, y aportan ingresos en forma inmediata y previsible.Esa dualidad explica por qué, aunque hay consenso en que deberían eliminarse a mediano plazo, en lo que va del siglo ningún gobierno ha logrado reemplazarlos de forma sostenida. En el contexto actual, con las cuentas públicas aún en proceso de ordenamiento, la deseable eliminación de los derechos de exportación parece incompatible con el equilibrio fiscal.¿Dónde está el origen del problema?A comienzos de siglo, Argentina producía una cantidad de granos comparable con la de Brasil; hoy, su producción es menos de la mitad. Una de las principales razones es que Brasil, al igual que la mayoría de los países, no aplica impuestos a sus exportaciones agropecuarias. Sin embargo, el problema no se limita a las retenciones: el Estado argentino también impone otros tributos que erosionan la competitividad del sector.El verdadero fondo del problema es el sistema tributario en su conjunto. No sólo impone una presión fiscal relativamente alta, sino que lo hace a través de impuestos mal diseñados. Se apoya en tributos obsoletos y distorsivos, que imponen fuertes desincentivos y una carga administrativa excesiva sobre el sector privado.Según el Ministerio de Economía, la presión tributaria total en Argentina alcanza alrededor del 28% del producto interno bruto (PIB). De esta cifra, los impuestos más dañinos para la competitividad representan aproximadamente el 7,4% del PIB. Esto incluye los derechos de exportación, el impuesto al cheque, el impuesto sobre los ingresos brutos y las tasas municipales. En conjunto, estos tributos afectan gravemente la competitividad de las empresas. En este contexto, la reducción parcial de las retenciones representa un 0,2% del PIB y, sin embargo, ofrece un alivio mínimo al sector.Lo más paradójico es que la reducción de las retenciones implica un esfuerzo fiscal considerable para el Estado, ya que representa dos tercios del superávit financiero, pero un alivio limitado para el sector agroexportador.¿La solución?El Gobierno asegura que eliminará los impuestos más distorsivos cuando cuente con margen fiscal, pero el “gradualismo tributario” dibuja un trayecto excesivamente prolongado: primero, habría que achicar el gasto público y solo entonces liberar alivios para los sectores productivos.Sin embargo, una estrategia fiscal integral permitiría suprimir esos gravámenes sin poner en jaque el equilibrio de las cuentas, ajustando los tiempos a las urgencias de la producción. El secreto está en suplantar los impuestos “malos” por otros “buenos”: al mejorar la estructura tributaria, se fomenta la actividad económica, se desincentiva la evasión y se aseguran recursos para sostener el gasto público. No hace falta esperar a que se reduzca el gasto para avanzar hacia un sistema más eficiente.Con este enfoque, sería posible acelerar la eliminación de los tributos más nocivos sin desbalancear el presupuesto. Por ejemplo, reducir derechos de exportación suele irrigar de manera positiva la recaudación de Ganancias, IVA, Ingresos Brutos, Sellos y tasas municipales. Ese efecto compensador amortigua la merma de ingresos nacionales y fortalece las finanzas provinciales y municipales mediante mayor coparticipación y recaudación propia.Para aprovecharlo al máximo, conviene acordar de antemano que esos recursos adicionales se destinaran a bajar los impuestos locales que hoy encarecen la competitividad. La agroindustria no sólo sufre por las retenciones, sino también por los sobrecostos en insumos que genera Ingresos Brutos, Sellos y tasas municipales, contaminando toda la cadena de valor.En este marco de ordenamiento fiscal integral, avanzar en la implementación de un impuesto unificado y transparente –el llamado “Súper-IVA”– resulta inevitable. Este gravamen sustituiría a Ingresos Brutos y a tasas municipales sobre ventas, simplificando el sistema, abaratando costos, fortaleciendo el control fiscal y reduciendo la evasión. Al formar parte de un paquete global de reformas, el Súper-IVA no sería un parche aislado, sino el eje de un nuevo andamiaje tributario que asegure competitividad, equidad y sostenibilidad de las finanzas públicas.(*) Economista, coordinadora de Idesa  La Voz

+

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *