Amarse a una misma, para amar a los demás

Crecí, como todas las chicas que hoy lucimos un teñido de castaño oscuro, con un legado de sacrificios familiares que casi exaltaba el sufrimiento.

Eran sacrificios que habían generado lo que mis ojos veían 40 o 50 años más tarde. De mi bisabuelo Abraham, viudo joven con siete hijos; de mis abuelos inmigrantes venidos sin nada, que enterraron un hijo bebé en la nueva tierra; de mis padres, que nos contaban de la ayuda que habían recibido para empezar su vida juntos; de mi tía viuda joven con hijos chicos; de mis tíos, cada uno con su cuota de problemas de la vida, y de los dolores callados de amigos de mi familia.

Todos llegaban a nuestra vida con kilos de sacrificios, y mis padres nos enseñaron a ayudar con el peso de alguno de ellos. A una tía, a unos primos, a la hija de una amiga, a la hermana de una compañera de escuela. Básicamente, a ser empáticos 50 años antes de que la palabra estuviera de moda por una pandemia. Y entonces descubrí que no a todos se la habían enseñado sus padres.

Sacrificarse, sufrir, parecía transpirar en cada relación humana que observaba de niña y de joven. Había momentos felices, por supuesto: los nacimientos, los bautismos, los cumpleaños de todos los parientes, los casamientos, las inauguraciones de emprendimientos. Pero los otros se notaban más. Y eran las mujeres las que siempre parecían cargar más con el peso de los dolores de todos que el resto de la familia.

Sin lecciones de felicidad

Buceé en mis recuerdos para buscar una lección sobre la felicidad. Y no encontré nada. Todo estaba ligado al sufrimiento y al sacrificio por otros. El dar, dar, dar. Una idea cristiana, muy generosa, pero que se olvidaba precisamente del alma y el corazón de una.

Me di cuenta de que a las chicas no se nos había educado para ser felices. Eso estaba reservado para los hombres de la familia. No se nos educó para disfrutar y ser felices. No de la manera egoísta actual de ser feliz sin importarnos la felicidad del otro. No. Sino la de ser profundamente feliz con una misma. Hasta podría decirse que iba en contra de lo que Dios nos mandaba desde el origen del mundo: ser felices. ¿Habrá sido culpa de Eva lo del sacrificio?

Para poder dar felicidad al otro, primero una tiene que poseerla dentro. No puedo dar al otro lo que no tengo. Y si le doy a otro lo que no tengo, es porque lo estoy sacando de algo o de alguien. Le saco alegría a mi cuerpo, a mi alma, les saco presencia a los míos para poder dársela a otros.

Al final, siempre la única que pierde es una misma. Es la idea de sacrificio que recibieron y vivieron mis abuelas, y se la transmitieron a la generación de mi madre y de mis tías, y ellas en su momento nos la pasaron a mi hermana, a mí y a todas nuestras primas.

El vacío

Con la pandemia, vi lo que nunca esperé ver en mi vida. Vi el vacío de muchas mujeres que lo dieron todo para encontrarse de mayores completamente vacías, no sólo de pertenencias (ya se sabe: al carro fúnebre nunca le sigue un camión con tus pertenencias terrenales), sino vacías de afectos.

El vacío de la entrega total a maridos, a los hijos varones y el vacío legal de nunca poner su nombre a nada, porque de eso se encargaban los hombres. Confiaron demasiado y la vida las cacheteó feo. La ley se pasó por el traste sus derechos. Cuando quisieron darse cuenta, ya era tarde.

Yo casi llegué hasta ese precipicio. Pero la suerte de tener una hija mujer hizo que cambiara mi postura sobre la vida estos últimos cinco años. Ella es joven y más honesta con sus propios sentimientos y con la vida. Lo del sufrimiento no lo entiende ni lo comparte. Y ahora que ambas vemos las consecuencias, yo tampoco.

¡Y está bien cambiar de opinión! Lo del reparto de la tarea entre hombres y mujeres es más su estilo. Insistió en que en su casa (la mía, bah, pero de ella también hasta que se mudó) tanto ella como su hermano tenían los mismos derechos y las mismas obligaciones. Yo sigo levantando las migas de todos; pero, bueno, al menos cada uno se cocina y se lava su ropa. Es un comienzo.

Y ante mi eventual:

–Pero… acordate, sos mujer, se espera que hagas más… –me mira y, sin levantar la pestaña, me remata con un:

–Y a vos y a tu mamá, ¿cómo les fue con eso?

Entonces me recuerdo que una tiene que ser mujer, pero no para sufrir sino para disfrutar de la vida también. De disfrutar de dar vida y también permitirnos sentirnos cansadas y decirlo, para poder exigir para una lo que damos a los demás. Porque amarse a una misma no es egoísmo: es amor puro que nace en una y se puede repartir, después, a montones.

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