A la buena tabla

Un viejo dicho, que puede aplicarse a infinidad de situaciones, desde románticas hasta prácticas, asegura que es más atractivo el camino que la posada. Y lo mismo puede decirse de las entradas y los bocaditos que en ocasiones presentamos a nuestros invitados.

Porque un lindo mantel, unas flores de adorno, una copa de vino, el entusiasmo del apetito y de los sentidos ante el vino rojo y la comida salada nos vuelven alegres y sociables, y hacen que, si hay algún invitado nuevo, se sienta integrado al resto.

Me gusta la madera, ya sea para picar, trozar o servir. Es más, me queda la mitad de una tabla comprada por mamá en la vieja tienda Bertarelli y que viajó en el año 1945 desde el chalé de la ciudad hacia la casona de Cabana, la de los Bernis Sales.

Era una tabla para el pan, con forma hexagonal; ya casi ni la uso, pero la mantengo conmigo: me recuerda la vieja cocina de la casona de las sierras, desayunos en el amanecer aún oscuro, y mi padre –que nos preparaba para ir al colegio de las monjas de Unquillo– poniendo sobre ella una rebanada tras otra de pan con manteca, mientras nos endulzaba la leche con una cucharada de miel y agregaba un tronco a la cocina de hierro para que, cuando mamá se levantara, poco más tarde, tuviera ya el fuego bien encendido.

Me recuerda también tardes de verano, bajo los espinillos, sentados en un juego de mesa y sillas que habían mandado hacer para nosotros, arrimados al cerco del jardín, y a mi madre acercándose, descalza, por el césped oloroso, punteado de florcitas amarillas, trayéndola repleta de queso y jamón en daditos mientras la esperábamos con un vaso de jugo de naranjas o una jarra de granadina.

Me recuerda mis primeros años de casada, cuando nos mudamos a barrio Clínicas, que conservaba resabios de la vida de estudiantes y pícaros que tan lindamente contó Bravo Tedín, donde nacieron mis dos hijos.

Esa tabla fue la primera que tuve como ama de casa, mi madre me la entregó como quien pasa una consigna; todavía no me había resignado a vivir en la ciudad, en casas oscuras, casi siempre con la luz encendida durante el día, oyendo las voces de mis vecinos a pocos metros de distancia, añorando las sierras, con el sonido del agua del arroyo que nos adormecía, en el verano, cuando nos acostábamos a dormir con la ventana abierta.

A pesar de los años, insisto en conservarla. Se ha vuelto delgada de tanta esponja con que la he fregado, pero aún la uso para asentar la pava cuando tomo mate a la mañana. Es noble en su material; un árbol fue talado hace ochenta años para que llegara a la mesa de mis padres y todavía dura. Salvo que se me incendie la casa, me sobrevivirá, porque además de práctica, la madera es noble.

Tengo otras, de varios tamaños y formas, adecuadas a cada función: pequeñas para cuando tomo el té, alargadas para cortar la carne asada, redondas para la verdura. Pequeñitas para el ajo, y con asas para presentar bocaditos o picadas, porque para picadas, además de grandes, deben ser casi cuadradas, que es el formato más adecuado para colocar los diferentes fiambres y quesos.

Muy distinto es el caso si voy a invitar a una cena que será “de buen mantel”, como se decía antes, en cuyo caso, generalmente, prefiero usar fuentes de loza, cerámica, vidrio o acero inoxidable.

Para las cenas de “dos manteles” –así llamadas por las familias de alcurnia del siglo XIX, que antes del segundo plato hacían retirar por los sirvientes el mantel de entrada, colocando otro inmaculado–, vendrán mejor la plata, la porcelana o el cristal.

¿Una exageración esto de la mesa de dos manteles? No se confundan, había familias que se jactaban de dar comidas de tres manteles.

La tabla que uso para cortar carne es de una madera pesada y homogénea, oscura, y sin poros, de fácil lavado, que a veces suelo dejar secar al sol, como me aconsejaba una criolla de las sierras.

Junto con ella, tengo algunas muy lindas, redondas o alargadas, una o dos con manijas y otra que aprecio mucho, pues aún conserva un ojo de la madera en un extremo, y me recuerda a mi abuelo puliéndola lentamente un mediodía de hace mucho tiempo, en su taller de carpintero, en barrio San Martín.

Y así es la cosa: la madera y el café ayudan a comenzar el día.

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