El capitán que dejó de serlo
De un lado hacia el otro, el presidente Alberto Fernández patina sobre la cubierta del barco. Un año atrás, el jefe del Estado estaba al frente del timón, firme, presto a conducir la nave que, aunque sin rumbo fijo, tenía a un país detrás dispuesto a acompañarlo en una aventura inédita e insospechada.
Ese ideal de esfuerzo compartido del que también fue parte la oposición, en el inicio de la travesía, se esfumó. El presente muestra al mismo barco, aunque notablemente deteriorado. Y a un capitán, que ya no es el mismo, con un respaldo ciudadano reducido a sólo la facción que le toca por la cuota de grieta que representa.
El líder del consenso se transformó en un abanderado del disenso.
El lastre de los errores cometidos en la primera ola se acentúa ahora, cuando el impacto de la segunda oleada sacude y desarticula los precarios planes que el Gobierno se había planteado para enfrentar su primer año electoral en el poder.
El último round del que somos ahora espectadores es por la disputa sobre la oportunidad o no de frenar por 10 días hábiles las clases presenciales en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La puja política exhibe cuán poco consciente es la administración de Fernández de la cuota de legitimidad que preserva para tomar decisiones frente a un electorado porteño históricamente refractario para el kirchnerismo.
El Presidente tiene argumentos sanitarios para poner en pausa la asistencia a los colegios. Pero su problema no está allí. Su error, que es reconocido por lo bajo por gente de su entorno, radica en que esa sensible decisión fue tomada en soledad y contradijo lo que horas antes predicaban dos de sus ministros.
Mientras la Corte toma envión para darle la razón a unos o a otros –tal vez, cuando lo haga, la situación devenga en abstracta–, el país ya malgastó tiempo y esfuerzo en una disputa evitable.
Un presidente puede tener más o menos respaldo popular, lo que no puede hacer es dejar de ser capitán.