La cuarentena cumple años

Hoy cumplimos años: siete.

Para festejar, pedimos jugar al fútbol con los más amigos: el Gon, la Cande, el Juli, la Jose, el Nacho (con su hermano), la Mili y el Fran.

Como no llegábamos a armar dos equipos, invitamos a otros compañeros. Y acá estamos, en una pausa entre las hamburguesas y la torta.

Seguramente ya adivinaron: somos mellizos. Yo, siempre más petiso; él, siempre más flaco.

Mientras comemos, mamá cuenta –una vez más– que nacimos el mismo día que decretaron la cuarentena, pero dos años antes. Ella dice que había llegado desde China un virus peligroso y, para no contagiarnos ni morir, debíamos quedarnos en casa.

–¿Morir… morir? –interrumpe Cande, asustada.

–Sí, pero ahora nadie muere por Covid –responde papá, mientras llena la jarra con agua (que nadie toma, porque hay jugo)–. Solamente yo podía salir, vestido como astronauta, para buscar comida, plata o algo. Al volver, tenía que descartar esa ropa, ducharme y recién saludar. Cuando descubrieron cómo se contagiaba la enfermedad, era obligatorio aislarse, usar tapabocas y frotarse las manos con alcohol: lo repetían a cada rato por radio, tele y redes sociales…

–Mi mamá todavía tiene su barbijo de Racing –comenta Nacho, orgulloso.

–¡Mi papá usaba una máscara! –grita Fran, moviendo las manos delante de la cara.

Jose lo mira, desconfiada. “Tengo una foto”, asegura él.

–Las primeras semanas fueron tranquilas –sigue mamá–, dedicadas a ustedes, que eran muy chiquitos. Pero después cambió todo. Trabajábamos, comíamos, veíamos noticias y llorábamos, todo sobre la misma mesa del comedor. Lo más duro eran las llamadas con los abuelos; estaban tan solos, tan frágiles…”

A mamá se le humedecen los ojos y papá le da un beso en el cachete y sigue: “Tuvimos que aprender a trabajar desde casa. Era agotador. Lo que más repetíamos era ‘estás muteado’, ja. Pero lo peor era a la noche, frente al televisor: en la parte de abajo, aparecía un cartel rojo con el número de infectados, de muertos y de recuperados. Era espantoso, aunque hasta a eso nos acostumbramos”.

Nacho levanta la mano: “Mi papá es enfermero y contó que un día los vecinos lo aplaudieron y él se alegró; pero después empezaron a gritarle cosas y no le hablaron más”. Mamá se acerca para acariciarle la cabeza.

De pronto, papá recuerda: “¡‘Contacto estrecho’! Cada vez que alguien decía eso, había que calcular con cuántas personas habíamos estado. Cuando ustedes cumplieron 3 años, ¡lo festejamos por Zoom! En el siguiente, ya hubo invitados; pocos, porque circulaba la cepa Delta… ¡Cuántas palabras usábamos en esos días…!”

Mamá agrega: “‘Protocolo’, ‘distanciamiento social’, ‘período de incubación’, ‘asintomático’, ‘inmunidad de rebaño’, ‘burbujas educativas’, ‘¡vacunas’…!”

“Mi bisabuela Pocha dice que está sorda por esas vacunas –interviene Mili–, pero para mí, es porque tiene 98 años”.

Papá sonríe y sigue recordando: “Ustedes entraron al colegio a los 5 años; parecían unos bebés: dormían con nosotros, tenían miedo de salir, hablaban poco y enredado… Como los ‘expertos’ decían que había muchos ‘trastornos mentales en la infancia’, consultamos a distintos médicos. Dijeron que esperáramos; que todo se debía al encierro. Y así fue: al mes de estar escolarizados, comenzaron a dormir solos… y a hablar. Hoy no los calla nadie”.

“¡Partidoo!”, grita Juli, y todos corremos a la cancha, felices de embarrarnos.

En una pausa, le digo a mi hermano que mire a nuestros papás: están abrazados.

Empezamos a entender por qué dicen que son “sobrevivientes”.

* Médico pediatra

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